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Los últimos supervivientes del campo de exterminio nazi de Auschwitz reviven su pesadilla

Entrada al campo de concentración de Auschwitz

«Llegamos con el primer tren de prisioneros a la estación de Auschwitz. Éramos 728 jóvenes, la mayoría estudiantes. Nos bajaron de los vagones y nos llevaron ante el edificio principal de la estación. Tenían una lista con nuestros nombres. El oficial nazi Karl Fritzsch se dirigió a nosotros para dedicarnos unas palabras que me han acompañado toda la vida. ‘No tenéis ni idea de dónde estáis’, nos dijo. ‘Esto es un campo de concentración alemán, no un centro curativo. Aquí se sobrevive como mucho tres meses. Y si entre vosotros hay sacerdotes o judíos, entonces la esperanza de vida es de seis semanas’».

Józef Paczynski cuenta su historia con tranquilidad pasmosa y gesto amable. A veces incluso esboza una media sonrisa. Józef tenía 19 años cuando llegó al campo de concentración y exterminio de Auschwitz.Era 14 de junio de 1940. Tras ser detenido en Eslovaquia, fue trasladado al campo como preso político por formar parte del ejército de liberación polaco.

Contra el pronóstico del oficial nazi que lo recibió a las puertas de una muerte casi segura, Józef abandonó el campo el 19 de enero de 1945 (poco antes de liberación de Auschwitz) en la llamada «Marcha de la Muerte»: acosados por el ejército soviético, las SS trasladaron a los prisioneros hacia el interior del Reich. Tras pasar por Mathausen, Józef recaló en los campos de Melk y Ebensee, en Austria. Un domingo 6 de mayo, una patrulla del ejército de Estados Unidos lo liberó definitivamente. Hoy tiene 95 años y es uno de los pocos cientos de supervivientes que todavía pueden contar su historia.

El próximo martes se cumple el 70 aniversario de la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo. Una fecha redonda para conmemorar el horror vivido en el que fue centro fundamental del holocausto programado y ejecutado por el régimen nacionalsocialista de Adolf Hitler. «Sólo aquel que vivió Auschwitz puede entender lo que aquello fue. Auschwitz fue un infierno». Esta es una de las frases más repetidas por quienes viven para contarlo.

En la maquinaria bélica nacionalsocialista, Auschwitz se convirtió en el mayor campo de concentración y exterminio del Tercer Reich. Construido en la primavera de 1940 en el sur de la Polonia ocupada, en verano de 1941 el comandante en jefe de las SS, Heinrich Himmler, le comunicó a Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, que el campo de concentración que dirigía tenía que cumplir una función central en la «solución final» para los judíos europeos y otras minorías del Viejo Continente.

Según cálculos aproximados, entre 1940 y 1945 el régimen nacionalsocialista deportó a alrededor de 1,3 millones de personas a Auschwitz: la gran mayoría eran judíos, pero también había ciudadanos polacos, gitanos, presos políticos alemanes y soviéticos, y milicianos de la resistencia antinazi de diversas nacionalidades, entre ellos republicanos españoles. Alrededor de un millón de personas no sobrevivieron. El 90 por ciento de los muertos eran judíos. La gran mayoría de las víctimas fueron asesinadas en cámaras de gas.

No fue casualidad que Hitler se decidiese por Auschwitz, cerca de la ciudad de Cracovia, como centro de operaciones de esa maquinaria genocida: el dictador nazi consideraba los territorios occidentales de la Unión Soviética el espacio geográfico en el que históricamente se concentraba el grueso del «bolchevismo judío», tal y como denominaba la jerga nacionalsocialista a los millones de judíos que vivían desde hacía siglos en Europa oriental.

Como muestran los documentos conservados, Hitler diseñó un «Plan General para el Este». «Ese plan preveía para Polonia oriental, los Estados bálticos, Bielorrusia y Ucrania un gigantesco reasentamiento de más de 30 millones de ciudadanos judíos y eslavos a cambio de grupos de población alemana y otros pueblos germánicos», escribe el historiador Gerd R. Ueberschär en su artículo «El asesinato de los judíos y la guerra en el Este». Ese presunto intercambio de población acabó desembocando en una máquina de aniquilar seres humanos perfectamente engrasada.

La lógica industrial de Auschwitz supone un punto de inflexión en los crímenes perpetrados por el ser humano a lo largo de la historia. Al campo de concentración y exterminio de Auschwitz se iba a morir, pero no sin que los asesinos hubiesen calculado la optimización de las ejecuciones masivas y la productividad que las víctimas podían aportar en los trabajos forzados antes de ser ejecutadas o de simplemente fallecer por agotamiento o a causa de las enfermedades que surgían en los barracones por las pésimas condiciones sanitarias. Esa obsesión del régimen nacionalsocialista por la productividad de los prisioneros queda patente en la cínica frase en alemán que todavía hoy se puede leer a la entrada de Auschwitz: «Arbeit macht frei» («El trabajo hace libre»).

Industrialización del horror

El funcionariado del régimen hitleriano también jugó un papel fundamental en el horror del que Auschwitz y el resto de campos de concentración del Tercer Reich fueron escenario. «Sólo el funcionamiento coordinado y altamente eficiente de la administración del Estado nacionalsocialista hizo posible que millones de personas de casi todos los países de Europa fueran deportadas a los campos de exterminio y posteriormente asesinadas» escribe el historiador Wolf Kaiser.

Las deportaciones sistemáticas en trenes con horarios puntualmente programados, el decomiso y almacenamiento de los bienes de las víctimas, el control y registro en documentos oficiales del número de personas ejecutadas y la optimización de los medios necesarios para esa ejecución se llevaron a cabo a través de la aplicación de decretos y leyes vigentes en la Alemania nazi. Y ello no habría sido posible sin la participación directa de cientos de miles de funcionarios.

Mientras más de un millón de personas eran deportadas a Auschwitz entre 1940 y 1945, otros cientos de miles se encargaban de sellar las órdenes de deportación y de detallar los protocolos. Es lo que algunos historiadores denominan la «racionalización del crimen».

«Entre los miembros de las SS que nos vigilaban había criminales profesionales, sí, pero no todos eran mala gente; entre ellos también había personas decentes» asegura Józef Paczynski para sorpresa de su auditorio. Józef lo reconoce: sobrevivió a Auschwitz en parte gracias a que fue elegido para formar parte de un grupo de 40 reclusos que trabajaba en la zona residencial reservada para las SS, muy cerca de las cámaras de gas y los crematorios donde se incineraban a miles de cadáveres.

En esa zona residencial, la vida era relativamente normal, en parte ajena a el engranaje de aniquilamiento en el que se encontraba. El comandante del campo, Rudolf Höss, vivía allí con su familia. Después de que el peluquero personal del comandante cayese en desgracia y fuese enviado a morir a la segunda fase del campo de concentración, Auschwitz-Birkenau, a Józef Paczynski se le encargó la tarea de cortarle el pelo al máximo responsable del campo. «Höss era un padre y un marido ejemplar, una persona tranquila y discreta. Nunca le vi golpear a nadie, pero daba órdenes muy rigurosas y se aseguraba de que fueran minuciosamente ejecutadas. Para ello, él mismo eligió a criminales profesionales».

Tadeusz Smerczynski nunca conoció al Höss, pero sí sufrió las órdenes que el comandante del campo de exterminio tan estrictamente hacía cumplir. 188506. Ese era el número que los nazis le tatuaron a su entrada a Auschwitz-Birkenau en 1944. Allí fue obligado primero a construir búnkeres y trincheras, para después pasar a trabajar en una cocina, lo que aumentó increíblemente sus posibilidades de superviviencia. «En 1979 decidí hacerme borrar el número de prisionero de la piel, aunque ello no borró los recuerdos de mi mente», cuenta hoy Tadeusz a sus 90 años de edad.

«Cuando entré en Auschwitz-Birkenau, los nazis querían acelerar el exterminio de judíos, que llegaban por miles en trenes desde Francia, Holanda, Bélgica y Hungría. Los nazis llegaron a gasear a 2.000 o 3.000 judíos a diario. Como los crematorios no daban de sí, volcaban las cenizas en fosas o incluso quemaban los cadáveres a cielo abierto». Este médico polaco retirado relata el horror con tono pausado y enormes dificultades. Tadeusz reconoce que cuando se decide a relatar su paso por el sistema de aniquilación de Auschwitz, pasa el resto del día hundido, se queda sin fuerzas.

Auschwitz hoy

Auschwitz es hoy un gigantesco memorial a cielo abierto. Los responsables de gestionar la herencia del horror decidieron conservar buena parte del campo de exterminio tal y como el Ejército Rojo lo encontró. Franz Engel, Klara Goldstein, Bernd Israel, Jane Neumann, Paul Gelbkopf, Marie Kafka son sólo algunos de los nombres que el visitante puede leer en las superficies de las miles de maletas agolpadas en una de las salas del memorial. En otras estancias se conservan prótesis, muletas, bastones y miles zapatos de los más diversos tamaños. Son los restos de la masa humana que tuvo que pasar por el mayor campo de exterminio del nacionalsocialismo. Visitar Auschwitz hoy no es tarea fácil.

La larga sombra de Auschwitz se sigue proyectando sobre la actual Alemania. «Ningún cómplice de ese crimen tiene derecho a vivir una vejez tranquila», sentencia el ministro de Justicia alemán, Heiko Maas. El pasado jueves, el ministro socialdemócrata ofreció un durísimo discurso sobre las «vergonzosas omisiones» cometidas por la justicia alemana y que permitieron que la «mayoría» de corresponsables del holocausto pudieran reintegrarse impunemente en la sociedad germana.

Maas anunció la creación de una comisión de investigación independiente que tendrá acceso a todos los archivos existentes. El informe de la investigación verá la luz a finales de 2015 y no será «del gusto» de la justicia alemana, en palabras del propio Maas. El ministro de Justicia hizo ese anuncio ante dos supervivientes de Auschwitz durante la inauguración de la exposición «No olvides tu nombre» sobre los niños nacidos en el mayor campo de concentración de la dictadura nazi. Actualmente hay 30 investigaciones en curso sobre vigilantes y guardas de Auschwitz todavía vivos.

Sin sed de venganza

Tadeusz Smerczynski no tiene sed de venganza, pero sí quiere que se haga justicia si es que todavía es posible. «Tengo la suerte de que el odio es para mí un sentimiento ajeno. Nunca sentí odio contra los criminales nazis, pero siempre he pensado que el crimen debe ser castigado. Lamentablemente, miles de culpables evitaron una sentencia. Recuerdo, por ejemplo, a un jurista que trabajaba como funcionario de la Gestapo ante el que tuve que comparecer. Él me envió a Auschwitz-Birkenau. Murió hace un año en Alemania, creo. Fue juzgado por un tribunal alemán que lo absolvió por considerar que actuó siguiendo las leyes de la Alemania nazi». Tadeusz parece tener que masticar esas palabras antes de pronunciarlas.

A falta de justicia completa, supervivientes como Tadeusz Smerczynski y Józef Paczynski invierten parte de los últimos días de su vida explicando su paso por Auschwitz. Antes de culminar su relato, Józef aprovecha para agradecer la atención del auditorio y lanzar una última petición: «Id por el mundo y contad todo lo que os he contado».

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